14 de marzo de 2010

Pereza y un relato de regalo.

Sé que últimamente he dejado el blog un poco de lado y no cuento nada. No tengo un motivo concreto ni una excusa para ello, simplemente no he escrito porque no tenía ganas; a fin de cuentas para eso son los blogs.  Es algo que se hace por gusto y por voluntad propia y no has de sentirte atado a ello. Pienso que si algo te gusta debes hacerlo si o no, pero ello no implica que uno deba tomárselo como un trabajo; cosa que se agradece, pues las cosas que se hacen por obligación al final nunca le llenan a uno y acaban por quemarte. No creo que haga falta decir más sobre algo que debería ser tan obvio.



Lo que sí haré será colgaros un relato que escribí hace ya algún tiempo y que se había quedado por ahí tirado. Espero que al menos os resulte interesante. Acepto cualquier tipo de crítica.

"El último hombre

Guiando las desgastadas riendas de un caballo sediento y desnutrido, Farûq sostiene débil el estandarte de su poder. El estandarte de su gloria. El estandarte de su pueblo y su civilización. El estandarte de la verdad. Su verdad.
Roídos por el paso del tiempo, sus ropajes y sus ideales apenas rezuman ya la simple esencia de lo que antaño fueron. Ideales vacíos, carentes de sentido. Ideales y viejas creencias fútiles que apenas sí se sostienen en una débil mente incapaz de caer en la desesperanza de quien ha buscado y no ha encontrado. Y jamás encontrará. Y el hecho de no encontrarlo no es porque no exista, sino por la certeza de que aún encontrando no habrá diferencia alguna entre encontrarlo o no.
Farûq aún avanza sobre las ardientes arenas de un desierto que antaño debió albergar vida. En la lejanía un atisbo de civilización. De lo que fue y ya no es. Torres altas se levantaron, majestuosas todas ellas. Nuevamente, la tierra se agita para quitarse la pestilencia del hombre. El espíritu de éste cae tambaleándose y precipitándose contra el suelo arenoso. Y como no, su estandarte. El caballo también cae y ambos ruedan violentamente por la duna un largo trecho hasta frenar poco a poco mientras la arena invade su débil cuerpo. Un cuerpo. Tan longevo ya para estos menesteres que poco importa ya el dolor por la caída. El tiempo no perdona.
El pobre animal, malherido y con el dolor sumado a su destino cercano, que se hacen más evidentes y, por ende, atemoriza a quien lo padece. Farûq recoge su estandarte y teme no poder llevar a lomos de su caballo la carga del mismo, pues él ya es débil y viejo, y el estandarte se hace tan y tan pesado con los años...
La desesperación dejó hace tiempo de ser una carga, aún sin haber desaparecido. En lo más profundo de su ser no ha aprendido a rendirse aún. No ha aprendido a ser prudente. No ha aprendido ha aceptar el dogma que ha impuesto su desgracia y su soledad. Mas en su soledad ha descubierto, hace ya algún tiempo, que la verdad de los hombres y de Dios, no existe.
Farûq, portador del estandarte de la verdad, no es más que el recuerdo de una humanidad abatida por las guerras y las plagas. Y en su soledad, encontró la compañía de sus pensamientos y de su propio ser y conciencia plena. Testigo de su propia existencia y de su propia soledad porta débil pero clarividente el baluarte de su raza y de su condición como ser racional y consciente de todo lo que le rodea. Aún a sabiendas, de que incluso esto ya carezca de importancia. Pues como ya ha quedado dicho, no ha aprendido a rendirse.
Atrás deja el animal con su destino y camina con paso firme hacia los antiguos resquicios de la humanidad que aún se mantienen en pie sobre el vasto océano de arena. Protegiendo su rostro con sus mugrientos harapos de la apremiante insolencia de un viento que turba sus arrugas.
Los recuerdos de otro mundo le hieren en lo más profundo de su esencia atormentada. La humanidad ha muerto. Ha desaparecido. El motivo y las razones poco importan ya. A medida que avanza cada vez con más y más infinita dificultad, la evidencia de una gran verdad se hace más y más y más evidente con cada paso.
El sufrimiento. El sufrimiento padecido durante años; durante tantos años que poco importan ya cuantos sean, porque para él solamente existe un recuerdo amargo y lejano en compañía de otro ser de su pueblo. De su raza. De su especie. Ni siquiera el recuerdo del último hombre que vio le satisface. Y es esta insatisfacción, este desasosiego, lo que libera su mente y hace añicos su envejecido corazón. Pues la verdad se hace clara al fin.
Años ha tardado en comprender lo que debió comprender hace tiempo. Su sufrimiento. Todo se reduce a eso. Su sufrimiento. Sufre por él. Por su miseria. Por su desdicha.
Comprende pues ahora no haber sufrido aún por el hombre y la humanidad, pues no sufrió jamás por el sufrimiento de los demás hombres sino por el suyo propio. Su soledad es su sufrimiento. ¡Qué iba a importarle a él el sufrimiento del prójimo. Nada. Absolutamente nada! Siempre, claro, que éste le hiciera compañía como hace décadas que no tiene. Esa es la verdad.
Y con esta verdad, Farûq cae estrepitosamente, y entre lágrimas, sobre la arena del desierto mientras la esencia última de su ser y de su conciencia se desvanecen irremediablemente ante la indiferencia de las torres de una ciudad hace décadas muerta y deshabitada.
Yacen entonces estandarte y portador, afligidos por la desesperación y la culpa de no haber perecido antes y dejar que los gusanos le devoraran las entrañas como debieran haberlo hecho hacía años con las pobres almas de sus seres queridos y allegados. Es aquí dónde Farûq sucumbirá a su destino, dejando morir al último hombre que aún queda."

5 comentarios:

Daniel Atienza López dijo...

Muy buen relato, sin más. Un brazo, una pierna y el hígado, jaja.

Ruben Barroso dijo...

Gracias tío, sé que últimamente me he pasado poco por la blogosfera, pero ya se sabe que lo poco gusta y lo mucho cansa.

Un brazo.

Daniel Atienza López dijo...

Estoy expectante por un nuevo texto.

Daniel Atienza López dijo...

Bueno qué.

Ruben Barroso dijo...

Estoy haciendo una plantilla nueva asique de momento esto está parado, pero no creo que tarde mucho. Perdonad tanta demora.